martes, 23 de octubre de 2007

Ruta K. de bajo coste a Praga


Últimamente he recordado mucho a Kafka. Primero fue una charla frente a un café, frente a una amiga. Luego, medio dormido, medio despierto, me he enfundado muy temprano en aquella camiseta negra que compré en mi viaje a la ciudad que él tanto amó y odió, y en la cual aparece el rostro del escritor trazado caóticamente debajo de su firma. Cuando ya un poco más despierto llegué a la universidad, no pude menos que sonreír ante la “coincidencia” entre mi ropa y mis pensamientos.

Allá en Praga, hace un par de años, experimenté la más cruda sensación de soledad que recuerde en mi vida.

Recorrer los pasos de Kafka de su casa al colegio; enfrentarme junto con él a las largas y conflictivas sombras de nuestros padres; no tener a nadie con quién hablar pero sí a quién extrañar; meterme como poseso a una iglesia de la que ahora no recuerdo su nombre para llorar a placer (qué paradoja, pero qué bien hace llorar), alejado de las molestas y curiosas miradas de los turistas que abarrotan Praga o fumar un cigarro tras otro junto a las aguas del Moldava, son retazos de la memoria que en los últimos días se han ido repitiendo en mi cabeza.

Kafka ha estado conmigo durante años y siempre ha sido fiel y leal a mis ruegos por reencontrarme con un párrafo de literatura celestial o con una frase capaz de voltear tu día...o tu vida. ¿Qué más le puedo pedir?

La soledad de Praga. Qué dura y qué necesaria al mismo tiempo. La soledad de la literatura. El amor por las palabras escritas que confortan y que revuelven el estómago.

"No desesperes, ni siquiera por el hecho de que no desesperas. Cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas. Esto significa que vives”, dice K, y cuando lo dice su tiempo y el mío se difuminan, se hermanan, se yuxtaponen y se abre el cielo. La tinta que derramó sobre un papel cuando nacía el Siglo XX viaja generosa, llega hasta Barcelona y me obliga a ofrecerle una triste, una agridulce reverencia al autor.

K. sufrió, y no es lugar aquí para hacer recuento de aquello. Pero, aunque parezca imposible, no puedo negar que mi admiración por su paciencia y ese par de piernas que lo sostuvieron durante décadas, compite con la que tengo por su literatura...al decir esto casi me siento casi blasfemo.

Hay que permitirle al mundo que gire, pero, como ocurre con las ruedas giratorias de los parques, siempre estar atentos a esa vuelta en la que nos dejará subirnos sin rompernos el hocico.

“Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia. Interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado al derredor de una realidad artificial... En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo.”

Otra vez K. Siempre K. Gracias K.

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